Fernando Monteiro
EL ACTO DE MIRAR

Es la pintura el tema de sí misma - afirma, sin palabras, Plínio Palhano, aquí, más que nunca, en estos cuadros, más de lo que siempre ha afirmado ("en pintura, sólo materia") mediante el trabajo, de modo no distinto, pero con menos obsesión y, por lo tanto, menos incisivamente, en las exposiciones individuales anteriores.

No existe un Palhano de ahora, en contraposición al de antes, pero ocurre que el pintor de esta muestra asume, pública y declaradamente, un compromiso con la paleta - para decirlo de la vieja manera - de forma apasionada y franca, por no decir radical, en un aparente "retroceso", o marcha atrás, hacia el tradicional repertorio de temas (naturalezas muertas, desnudos) de la pintura que el artista refuerza aquí, y quizás pueda incluso sorprender a algunos de sus colegas de generación - y, en todo caso, les pueda parecer a muchos una especie de "domesticación" pictórica. Pero sería un error, si no una interesada mezquindad, confundir con debilidad la pasión así expuesta, y tratar de ignorar el hecho de que es fuerte la compulsión de estos cuadros por una tradición retomada a la inercia.

Al contrario, moviéndose sobre sí mismo en el territorio de la cosa mentale, meditando el silencio entre los objetos, el lenguaje borgeano de los espejos y el cuerpo, que nunca deja de ser un descubrimiento, queda claro que aquí, definitivamente, madura un artista su técnica y se siente al fin capaz de moverse cómodamente entre la modernidad y la tradición.

El gran placer de pintar es... pintar, dice Plínio, nuevamente sin palabras, al exponer el silencio de esos motivos tradicionales que él perturba con rojos, desaloja aquí y allá con sus flores de fuego, y vuelve a arreglar sobre la misma mesa comunal del arte o la misma cama que la maja todavía no ha abandonado completamente.

La mención a la musa de Goya llega a tiempo de recordar a los españoles, los tenebristas, los flamengos, que Palhano indirectamente nombra y a los que rinde homenaje sin abdicar de sí mismo, pues su pintura (como la de nadie) no vino de la nada, no se originó del vacío donde las formas todavía esperan por el acto creador de los artistas. Esta muestra enseña, por cierto, una pequeña lección de modestia y creencia en la verdad de que los motivos no se extinguen, e intenta recuperar el oficio con humildad frente a los objetos y los temas, buscando restaurar la fe en la pintura con un coraje de casi desconcierto, por lo menos en nuestro medio, donde la vanguardia de los años 1970 (ahora más vieja que el academicismo) todavía está llegando por partes y mal digerida, con raras excepciones. Retomando el camino, Plínio Palhano realimenta el placer de su oficio en primer lugar; en un segundo momento, redescubre la disciplina temática; y en un tercero, conecta su trabajo a la tradición de maestros como el seminal y justamente celebrado Velásquez, o el "lateral" (y no menos festejado) Jean-Baptiste Carpeaux, pintor francés (1827-1875) de maestría injustamente relegada a las salas menores del Louvre, pese a su excelencia técnica y a la brillante resolución formal, en pinceladas nerviosas y llenas de luz a las que siempre me han llevado las de Palhano (tan lejos de Carpeaux en el espacio y en el tiempo). Pero, creo, el arte es una gran complicidad en el sentido más noble de la palabra, y es por la virtud casi mágica de su gran cadena, que en el catálogo de la nueva exposición de un artista nacido casi 130 años después, un maestro olvidado merece el inesperado recuerdo... En el gran río circular de la pintura que Plínio ratifica como asunto de sí misma, atemporal y contemporánea, en realidad, de todas sus edades, de tal manera que los pintores del rojo pompeano, aunque anónimos, también están presentes en la atracción de Plínio por ese color difícil que, en él, en seguida recibe un acento munchiano, marca de la modernidad que el artista tampoco ignora, mientras sigue intentando agregar su visión individual y propia al resistente métier de la pintura en este final de siglo y de milenio, que nos vuelve, como en todas las vueltas del tornillo del tiempo, contemporáneos de todo.

Esa contemporaneirdad, inseparable del Relativismo, Plíno Palhano la asume con la serenidad de los maduros, la sencillez de los (verdaderamente) complejos y la certeza de los que saben pintar. Y pintar sobre todo sus dudas ante la ambigua materialidad de las cosas y de los cuerpos, en el mundo ondulatorio de la luz en partículas.

Frente a ella se interroga el pintor - como los españoles del Siglo de Oro se interrogaron ante la misión oficial del retrato, o como el modesto Carpeaux se preguntó frente las luces de un baile en las Tullerías - proponiéndose a recriar, a su vez, una naturaleza muerta con violín y marañones "nordestinos", luego de otra, con frutos de alguna manera más "clásicos", así como dos cuerpos desnudos, en este espacio de la Ranulpho, ora se desmienten como reales, ora se afirman en interiores incendiados.

En todas esas obras, sin embargo, objetos y formas se comunican por su pura existencia en la luz - que es la llave fenoménica de los cuadros - y ellos son dieciocho testigos mudos del "habla" silenciosa de Plínio y del lenguaje atemporal de la pintura sin edad, arte sin fecha como el acto de mirar, que bien podría ser el título de la muestra individual que el artista ha preferido sin nombre.



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